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1

 

     Cuando su pie derecho resbaló sobre la barandilla, el suelo se abrió de golpe, y Javier Conde extendió los brazos por puro instinto, sufriendo en el impacto severas fracturas en los huesos de una mano.

     Días después, convertida su vida en un borrón de lo que una vez fue, el actor derramaría lágrimas al recordar aquella noche, la más catastrófica de su existencia. Volverían a sus ojos las ramas del árbol abrazándolo como una inmensa araña.

     Unos meses más tarde, sin embargo, esbozaría una sonrisa al preguntarse si aquello ocurrió de verdad o formaba parte de alguna película vista en su adolescencia.

2

     Solo había una cosa peor que la música machacona: el dolor. Lo único que sabía acerca de él era que se originaba en su mano derecha, y se propagaba por todo el cuerpo. ¿Significaba eso que se estaba muriendo?             Desde luego no veía ninguna luz; ni siquiera había túnel. Por no haber, no había arriba ni abajo. ¿Estaría ya muerto, con su descanse en paz y todas esas historias? Tampoco tenía respuesta para eso, aunque el simple hecho de planteárselo hacía pensar que todavía no había atravesado ese umbral.

     Debe de ser un sueño, pensó. Un sueño terrible. Deseaba despertar y a la vez seguir durmiendo, ya que, quien cree estar viviendo una pesadilla, en realidad está despierto.

     Cuando el dolor le concedía una mínima tregua, quedaba a solas con la música. El tema de Sinatra se repetía incesantemente, y aunque sonaba a un volumen alto pero no peligroso para la integridad de sus tímpanos, tenía la sensación de que, si volvía a escuchar la maldita canción una vez más, su cabeza explotaría.

     Sonaría cientos, miles de veces más.

     Durante un periodo de tiempo que le pareció eterno, el dolor y la música eran las únicas cosas que lo mantenían conectado al mundo de los vivos. Hasta que empezó a sentir frío, y el tormento general pasó a localizarse en puntos de su cuerpo cada vez más concretos: la mano, la clavícula y la mandíbula se llevaban las medallas.

     Por primera vez desde que despertó en ese infierno, le sobrevino una imagen que no guardaba relación con su situación: la punta de una aguja flotando en el vacío como un aguijón venenoso en busca de una superficie jugosa. Era una idea que iba y venía de forma recurrente, como si orbitase a su alrededor, perezosa y afilada.

     Antes de abrir los ojos recuperó el olfato. Allí dentro (definitivamente dentro, porque hasta el momento no había sentido la más mínima brisa) olía a madera y humedad. Era como estar flotando dentro de un barril en mitad del océano.

     Su primer gran reto fue separar los párpados. No es que pesaran. La palabra más cercana a lo que sintió en un primer intento era «pegados». Sus párpados parecían cosidos físicamente. Cosidos por sus propias legañas secas.

     Los fotones entraron por fin en sus ojos, aunque al principio no distinguía formas, solo manchas claras. Por miedo al dolor que acechaba, no se atrevió a mover más que los ojos para reconocer el terreno. Definitivamente no estaba muerto, a no ser que el limbo (o el infierno) consistiese en un reducido y sombrío agujero con música antigua como banda sonora. No quedaba claro dónde acababan las paredes y dónde empezaba el techo, pues allí no había aristas; todo era curvo, natural, como si hubiese adoptado el cuerpo de una ardilla y aquella fuese su madriguera. Solo tres cosas indicaban que por allí había pasado el ser humano: el altavoz que lo torturaba desde lo alto, una bombilla colgante de luz tenue y el papel de periódico que cubría las paredes.

     No vio la puerta, camuflada a su derecha entre los titulares de prensa, hasta que se abrió con un chirrido.

 

 

 

     Era un hombre de mediana edad, vestido con chinos grises y una camisa holgada de color beige. Su cabello, doctorado en alopecia, dibujaba una gran «M» en su frente. Sus ojos pardos brillaban. No, eran más bien los cristales de unas gafas sin montura los que producían ese resplandor. Nada en ese hombre brillaba de forma natural. Habría sido difícil reparar en él en medio de una multitud. Pensó en el conserje de su urbanización, cuando pudo formar una primera impresión del hombre descolorido que acababa de entrar por la puerta.

     Los labios del visitante se movieron. Pasaron unos segundos hasta que se percató de algo, con un gesto cómico. Inmediatamente llevó un dedo al reloj de la muñeca contraria, y la música cesó.

     Benditos sean todos los dioses, reales o ficticios, del mundo conocido, agradeció al experimentar el placentero silencio.

     Fuera estaba lloviendo. Podía oír el murmullo de una tormenta muy lejos. Su corazón se aceleró.

     —Qué alegría, ya has despertado —dijo el hombre con cortesía.

     Le llevó unos segundos romper la capa de saliva seca que sellaba sus labios, y preguntar con voz de ultratumba:

     —¿Dónde estoy? ¿Quién eres?

     —Considérame un amigo.

     —¿Qué es todo esto?

     —Estás en un pueblo de Castilla. Bienvenido, Javier. —Gris mostró su dentadura, en una expresión de emoción parecida a la que pondría un padre que está prometiendo a su hijo una visita al parque de atracciones.

Gris. Así es como Conde lo llamaría para sus adentros incluso después de conocer su nombre, como si aquel hombre fuese uno de los miembros de la banda de Reservoir Dogs.

     La siguiente pregunta le salió sobre la marcha, sin pensar. Todavía pasarían semanas antes de que Gris le apuntara con una escopeta, pero en ese momento, nada más formularla, Javier Conde comprendió que estaba en un aprieto.

     —¿Por qué no estoy en un hospital? Me muero de dolor.

     —Soy médico. En ningún hospital van a sanarte mejor que aquí. —Gris se inclinó hacia la boca de Javier.      Con los dedos, la mantuvo abierta en forma de embudo mientras con los de la otra mano introdujo un par de pastillas—. Esto te hará sentir mejor.

     —¿Dónde está mi móvil? Tengo que llamar a mi familia.

     —No llevabas encima ningún teléfono cuando te encontré. De todas formas, aquí abajo no hay cobertura. Pero descuida, yo me encargaré de informar a los tuyos de tu estado. Cuando mejores, podrán venir a verte.

     El dolor menguó.

     ¿Estoy secuestrado? Era la pregunta que giraba en su cabeza como en un tiovivo con luces de neón, pero no tuvo agallas para formularla.

     —¿Y mis cosas? —dijo en su lugar.

Casi ni respiraba. Eso era bueno. Con algo de suerte le daría un infarto allí mismo y se quedaría frito. Un final de partido dulce y rápido era algo a lo que no le haría ascos.

     —Está todo dentro, en mi casa. ¿Acaso crees que voy a robarte?

     Gris soltó un «jé» seco, pero Javier apenas lo oyó. Se quedó dormido antes de ver cómo abandonaba la habitación.

3

     Soñó con la aguja, y todo resultó tan real que casi creyó poder alargar la mano y tomar el pincho como arma. Solo que no era una aguja, sino el colmillo de alguna bestia, y ahora un líquido viscoso goteaba de su punta.

     Lo despertó Sinatra. Sufrió tal sobresalto que en un principio creyó que le habían reventado los tímpanos, pero no, era su corazón el que se había desbocado. De encontrarse sin tímpanos no habría estado a punto de romper a llorar como un mocoso, no por el dolor, sino por la consciencia de que escucharía esa puta canción hasta volverse loco. La posibilidad de perder el juicio era una idea que lo aterraba. Mucho más que morir, por muy doloroso que fuera su final.

     Se notaba cansado. ¿Cuánto habría dormido? ¿Quince minutos? Gris ni siquiera iba a permitirle dormir, era estupendo. Una cosa había mejorado: no tenía ni idea de qué medicamento le había hecho ingerir ese psicópata, pero el dolor había menguado hasta convertirse en una leve molestia, unas simples agujetas tras un duro día de trabajo (como si él supiese lo que era eso).

     Estableció una relación entre el colmillo venenoso de su subconsciente y el dolor. El dolor era el propio veneno, mientras que las pastillas eran el oscuro velo que cubría el colmillo y lo hacía desaparecer. Pero el veneno siempre estaría ahí, esa era la parte mala. Por mucho velo que ese hombre le proporcionara, se mantendría orbitando a su alrededor, esperando para morderlo.

     Las cosas estaban a punto de empeorar aún más.

     Al llevarse las manos a la cara, algo compacto y frío le golpeó el mentón. Javier siguió con la mirada la cadena metálica que iba desde el grillete que pesaba en su muñeca hasta una argolla anclada en el suelo. Si algún rincón de su mente todavía guardaba esperanzas de que aquello no era un secuestro, se acababan de despejar todas las dudas.

 

     Allí abajo, sin ventanas ni relojes, y con la única iluminación que proporcionaba la bombilla, perdió la noción del tiempo. Y, con ella, el ritmo de su cuerpo. Para Javier solo había una referencia temporal: las píldoras.

     Se las llevaba cada ocho horas. Anunciaba su presencia siempre de la misma manera: la música se detenía, golpeaba la puerta con los nudillos (como si necesitase el permiso de Javier para pasar), y entraba en el habitáculo con dos pastillas sobre la palma de la mano y una estúpida sonrisa dibujada en la cara. También estaba la palangana, que cambiaba a diario por otra limpia. En ese sentido Gris era un reloj, y Javier lo agradecía.

Unas veces, Gris vestía con chalecos de punto y olía a colonia barata, pero otras (Javier dedujo que por las noches), aparecía envuelto en una bata vieja y apestando a sudor.

     Ocho horas no era suficiente, y Javier sospechaba que esas pastillas (en el futuro averiguaría que se trataba de un popular analgésico) no eran lo bastante fuertes. Sí, distraían al colmillo salvaje durante unos minutos, pero enseguida asomaba de nuevo y el palpitante dolor de la mano regresaba. Lo peor de todo era que sabía que el dolor lo estaba esperando, y no podía hacer nada para desprenderse de él.

     —Ajá, esa mano tiene mala pinta —comentó Gris un día, mientras le daba de comer sopa de verduras—. Espero que no te dé problemas para actuar.

     Actuar. Eso sonaba a mundo real. La comida estaba mala de narices, pero el rostro de Javier se iluminó al recordar ese detalle de su vida. Le sobrevino una arcada cuando un grumo entró en su boca inesperadamente.

     —¿Está mala la sopa? —se preocupó Gris—. Admito que es de sobre. La he comprado esta mañana en la tienda de abajo. Quería llevarme también unas pastas de manteca que son muy populares por aquí, pero ya no quedaban. Una pena.

     —¿Cuándo voy a salir de aquí? —preguntó Javier, una vez superada la arcada.

     —La recuperación es lenta.

     —Mi familia estará preocupada.

      Gris removió el caldo con la cuchara antes de acercársela de nuevo a la boca, pero no contestó.

     —Porque… les has avisado ¿verdad? —insistió.

     —Tengo la sensación de que no terminas de fiarte de mí —dijo Gris sin comprometerse, y desvió la mirada hacia la pared—. Te recogí cuando estabas medio muerto, te di un techo, comida y medicamento. —Le dirigió una mirada firme—. Me debes la vida, mi admirado amigo.

      Las desalentadoras palabras de su captor, sumadas a la inestabilidad de su estómago, hicieron que la sopa erupcionase sin dar apenas tiempo a Javier a reaccionar. Vomitó en el suelo, y faltó poco para que salpicase a su captor. Dios mío, ¿cómo habría reaccionado en ese caso?

      Gris soltó un exabrupto y se levantó. Antes de salir por la puerta, conectó a Sinatra de nuevo.

      El estómago se retorcía en su interior, debía de ser un efecto secundario de las pastillas. Intentó levantarse con ayuda de la mano sana, pero sus fuerzas no le daban ni para ponerse de rodillas.

     Gris regresó con un cubo y una fregona. Esta vez no detuvo la música. Sin mediar palabra, se puso a limpiar el vómito como si Javier no existiera.

     Si conseguía arrebatarle la fregona y darle en la cabeza con ella, tal vez, solo tal vez, podría dejarlo inconsciente. Si actuaba con rapidez y determinación quizá lo conseguiría. Y entonces quizá podría escapar.

     Muy lentamente, intentó cambiar de posición, pero un pinchazo en la mano le hizo gemir.

     —Yo no haría eso —leyó en los labios de Gris. Era como si supiera lo que había estado a punto de intentar—. Como esa fiera que tienes por mano se rebele, no habrá forma de amansarla. Y hasta dentro de siete horas no puedo darte más pastillas. Eso, siendo generoso.

     Debería estar en un hospital y con la mano escayolada. O amputada, pensó Javier amargamente. Ojalá la tuviera amputada.

 

     Pasaron unos días hasta que pudo lograrlo. Gris acababa de alimentarlo y no regresaría en varias horas.

     Apretando los dientes, rodó sobre su cuerpo hasta conseguir sentarse. Después apoyó la mano sana, la que no estaba encadenada, en el suelo, y empujó para incorporarse. Se le escapó un grito agónico antes de apoyarse en la pared. Por lo visto también tenía la clavícula rota. A punto estuvo de ir a parar al suelo de nuevo, algo que, dadas las circunstancias, habría sido catastrófico. Fue al apoyar la frente contra el periódico que cubría la pared cuando lo vio. Siempre se había preguntado cuál sería la sensación del primer ser humano que se topara con un alienígena. Era una pregunta que le rondaba desde niño, cuando Abuelito lo llevó al cine y su cabeza casi explosionó mientras huía con la teniente Ripley del abominable octavo pasajero a bordo de la Nostromo.

     La fotografía con mucho grano del noticiero mostraba a un poeta de mirada brillante actuando sobre el escenario. Fue como observar un espejo, pues el hombre de la foto era él mismo interpretando al misterioso Erik. Incrédulo, dio un paso atrás y se percató de que esa misma página se repetía hasta lo absurdo, a lo largo, ancho y alto de la pared. Cuando leyó el titular, Javier Conde supo que estaba realmente jodido.

4

     «Espero que no te dé problemas para actuar», había dicho Gris. Ahora lo entendía con espantosa claridad.

     Cerró los ojos para huir del acoso de su propio retrato y pensó en los últimos meses. Habían sido especialmente intensos. Aquel sábado habían ofrecido la última función de Muerte en la ópera, aunque eso era algo que debería haber sucedido en abril. El contrato, que habían firmado tanto actores como técnicos, les comprometía a dar seis espectáculos a la semana durante las temporadas de invierno y primavera. El diez de abril, según dictaba dicho contrato, se bajaría el telón de la obra para siempre.

     Un miércoles de finales de marzo, mientras el elenco se cambiaba tras la función de ese día, Godoy entró en el camerino. Ernesto Godoy era dos cosas: un productor con olfato para los buenos contratos, y un completo imbécil. Ejercía como director y guionista de la obra.

     —¡Muchachos, dejad inmediatamente lo que estáis haciendo y prestadme atención! —gritó, agitando el periódico desde la puerta.

     —Por el amor de Dios, Godoy, ¡que estoy medio en bolas! —protestó Johanna desde la pared del fondo, que en la obra hacía de una de las víctimas de Erik, el personaje de Javier. No se tapó el sujetador y continuó desmaquillándose como si nada.

     —Por mí como si te estás tocando, hija. Ni que pudiera interesarme verte lo más mínimo. —Godoy arrugó su nariz de bulldog—. Aquí huele a boñiga seca, camaradas.

     «Huele a boñiga seca» o «huele a una cantidad ingente de boñiga» figuraban entre las expresiones preferidas de Godoy. Solía rematarlas con un «camaradas» que pretendía sonar distendido, aunque por alguna razón, en sus labios siempre resultaba pedante.

     —Bueno, atención. Traigo buenas noticias.

     El murmullo en el vestuario cesó de golpe. Godoy se secó el sudor de la calva con la mano antes de soltar el bombazo:

     —He conseguido que nos renueven hasta el final de la primavera. La última función será el cinco de junio en Aranda de Duero. Eso está en Burgos, para los que no hicisteis la selectividad. —El equipo se mantuvo en silencio, expectante por lo que venía a continuación—: Al tratarse de una ampliación extracontractual, nos pagan más, de modo que todos cobraréis un cincuenta por ciento adicional por función.

     El júbilo estalló en el camerino. Hubo abrazos y las toallas volaron por los aires. Johanna le dedicó al productor un movimiento de pechos y después encendió uno de sus cigarrillos. «¡Johanna, hija, que aquí no se puede fumar!», se oyó la voz nasal de Godoy por encima del jaleo.

     Para Javier, la noticia llegó como un jarro de agua fría. ¿Dos meses más interpretando a Erik? Un castigo que no estaba seguro de poder soportar. Era, con diferencia, el papel que más implicación exigía de toda la obra. De acuerdo que también le permitía lucirse cada noche, pero de no haber sido por el whisky y algunos caprichos ocasionales, no habría podido aguantar ni siquiera hasta abril.

     La ampliación de contrato tenía una cosa buena: trabajar en esa obra le había permitido viajar por todo el país, estar meses alejado de Rosa y Martita sin tener que dar explicaciones, así que al menos podría estar unas semanas más sin asfixiarse en aquella casa que todavía debían al banco.      No estaba mal, visto así, aunque se dejara la piel cada noche sobre el escenario.

     Otra cosa que no le hacía ninguna gracia era tener que cargar con la mirada de cordero degollado de Elena cada día hasta el final de la primavera. Habría aceptado de buena gana algún casquete aislado con Johanna de no haber sido tortillera, pero ¿Elena? Javier sabía que podía llevársela al huerto cuando quisiera, pero para aguantar a monjas aburridas ya tenía a Rosa. Ni hablar.

     Era precisamente esa mirada tierna la que le estaba dedicando Elena en ese momento, mientras el resto celebraba el aumento de sueldo, y Godoy intentaba apaciguar a los animales que tenía en nómina.

     Dos calurosos meses, cuarenta y ocho funciones y varias aproximaciones incómodas de Elena después, había llegado la hora de echar el cierre definitivo. Para celebrarlo, esa noche Javier tenía guardada en el mueble bar una botella de su whisky de malta preferido. Mientras esperaba su pedido de comida a domicilio, leía el periódico del día, tumbado sobre la cama del Montermoso. «Muerte en la ópera dice adiós de manera definitiva», decía la noticia que mostraba a tamaño grande a Conde y Elena en plena actuación.

     Era la noticia que ahora empapelaba la guarida donde un loco lo tenía preso.

     El martilleo en la cabeza y unos leves picores que le habían surgido en el brazo sano le obligaron a abrir los ojos. Con un rugido de impotencia que fue ahogado por la música, Javier se abalanzó contra la pared y comenzó a arrancar el papel. Se detuvo a las dos brazadas, pues había encontrado arcilla tras los periódicos arrancados. Atónito, miró a su alrededor mientras su mente le transportaba a su infancia mediante confusas ráfagas.

     Aquello no era una madriguera, sino una cueva. Una cámara que parecía haber sido excavada directamente en la roca de la colina.

Una que, aún de adulto, se colaba de vez en cuando en sus pesadillas.

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